El periodismo mexicano perdió ayer a uno de sus pilares más sólidos: Montoya Benítez, el investigador incansable que durante 25 años persiguió la verdad en los rincones más oscuros del país. Su muerte, confirmada en las primeras horas de este miércoles, ha dejado un vacío irreparable en una profesión marcada por la violencia y el silencio impuesto.
Benítez no era un reportero de escritorio. Su firma aparecía en crónicas firmadas desde fosas clandestinas, plantíos de amapola en Guerrero, refinerías ilegales en Veracruz y, sobre todo, en el epicentro de la tragedia de Tlahuelilpan, Hidalgo, el 18 de enero de 2019. Aquel día, una toma clandestina en un ducto de Pemex se convirtió en una bola de fuego que segó la vida de al menos 137 personas. Montoya llegó cuando el humo aún cubría el cielo y los bomberos buscaban restos humanos entre los hierros retorcidos.
“Vi a una mujer abrazando un zapato quemado. Era lo único que le quedaba de su hijo”, relató Benítez en su reportaje “La noche que ardió la pobreza”, publicado en portada de un semanario nacional.
Sus textos no se limitaban al horror: desmenuzaban la red de complicidades que permitía el huachicoleo, desde funcionarios municipales hasta mandos militares que miraban hacia otro lado.
Nacido en 1978 en Pachuca, Hidalgo, Benítez estudió Comunicación en la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo antes de mudarse a la Ciudad de México. Su primer gran reportaje, en 2003, expuso el desvío de fondos federales en municipios de la Huasteca. Desde entonces, su nombre se asoció a investigaciones que incomodaban al poder: el cártel de los combustibles, el tráfico de armas en la frontera y la desaparición de periodistas en Tamaulipas.
En 2015 recibió el Premio Nacional de Periodismo por una serie sobre la colusión entre empresas trasnacionales y gobiernos locales en la extracción ilegal de hidrocarburos. “No busco héroes ni villanos; busco responsables”, dijo al recibir el galardón.
Su cobertura de la explosión de 2019 marcó un antes y un después. Benítez pasó semanas en el municipio, viviendo con las familias afectadas. Documentó cómo el Ejército sabía de la toma clandestina horas antes del estallido, pero no intervino por “falta de órdenes”. Sus entrevistas a viudas y huérfanos impulsaron la creación de un fondo de reparación para las víctimas y la instalación de sensores en ductos de Pemex.
Hasta ahora, la familia de Benítez no ha revelado la causa de su fallecimiento. Fuentes cercanas aseguran que en los últimos meses recibía amenazas por una investigación sobre el robo de combustible en refinerías del Golfo. La Fiscalía General de la República ha abierto una carpeta de investigación, pero no hay avances.
En redes sociales, colegas y lectores comparten sus crónicas con el hashtag #MontoyaNoMuere. “Mientras alguien lea sus textos, seguirá vivo”, escribió un excompañero.
Montoya Benítez deja dos hijas, una vasta colección de libretas manchadas de tierra y un país que aún debe aprender a proteger a quienes lo cuentan sin miedo.
 
		
